- Como dijiste? Glory-hole? -dijo, mientras jugaba con el dedo en la transpiración del vaso de cerveza.
- Sí, glory-hole, habías escuchado algo? - le dije.
- No, nunca. No tenía idea - el pelado giró la cabeza, miró al resto y preguntó. Che, ustedes sabían que existía esto? Desparramados en el sofá y las sillas, y concentrados en un River -Rosario Central de sabado por la noche, el resto no contestó.
- Ni idea tienen estos, que van a saber! - se resignó el pelado. El pelado y yo hablabamos mientras teníamos los codos, dos vasos con cerveza y un platito con maní, apoyados en el el techo o tapa de una especie de jaula negra de chapa. El extraño artefacto era un cubículo, o cajuela de metal, con tres lados de láminas de acero y el restante lado enrejado, con una puerta también de rejas. El inusual objeto tenía el ancho de una cama matrimonial, por un metro de largo y un poco mas alto que caulquier mesada de cocina. Tenía la forma de una pecera gigante. Esta caja extraña contaba con la particularidad de tener siete agujeros, de diez centímetros de diámetro aproximadamente, dos en la chapa del techo, uno en cada uno de los lados más cortos y tres en lado más extenso. Empezamos a encender las lámparas, no todas, intentando generar un clima cómplice, el televisor ayudaba a iluminar. Con la misma paciencia que usaba la noche para invadirnos, esperaba Cecilia. Vestida con el uniforme del Instituto de monjas que usó en su último año de alumna ejemplar, solamente modificado por un par de ligas blancas. Recostada sobre unos almohadones jugaba, casi tiernamente, con su pelo y no tan tiernamente, con su mente. El lugar se empezaba a poblar de varones y de bravuconadas. Escuchar ese clima de tipos alzados la excitaba. Justo cuando estaba llevando sus pequeños dedos a sus muslos arrugando la tela gris del uniforme entré sin golpear.
- Bombona, estas lista? - le dije.
Se incorporó y vino hacia mí, flotando. Me abrazó por el cuello y nos regalamos un profundo beso, eterno y tibio. Llevé mis manos a la piel de sus piernas y subí apenas rozando su piel, hasta su cuello y a su cara. Acomodé algún cabello rebelde de su flequillo. Noté su pulso acelerado en su pecho, sentí que hablamos en el idioma mas primitivo y elemental, solo nos miramos, nos entendimos todo.
- Está? vino? - me preguntó ansiosa, mientras me daba la espalda para que le abroche el collar y la correa.
- Confiá en mí, no querías que te viera? - le dije. Se acomodó las dos colitas y con una mueca de gusto bajó la mirada, me apretó la mano y se arrodilló al lado de la puerta. Agarré la correa y salimos. Callaron y fue la destinataria de todos los ojos lascivos que habitaban el lugar. Sin levantar la mirada, no quería saber a quienes iba a satisfacer, se pavoneó en cuatro patas entre los hombres y la llevé hasta la caja de metal. Dentro de la jaula tenía preparado dos recipientes, uno con vino tinto y otro con bombones. Hasta me había tomado el trabajo de escribirle "Ceci" en los bordes de ambas vasijas. Se lo merecía. Abrí la puerta de rejas, le quité la correa y entró. Los agujeros se fueron ocupando. Había siete, pero la cantidad de hombres era más del doble. Ordenaban el placer carnal. De los lados de la jaula y del techo crecian pijas como racimos. Todas para ella. Ceci, con sumo esmero las iba satisfaciendo una a una. Me excitaba mucho ver como se desvivía ese infernal cuadro de sexo. Se colgaba de las vergas como si fuera una zorra que alcanza las uvas. Las chupaba con fruición desmesurada. Cada tanto se daba un respiro y llevaba su agitados y febriles labios al recipiente de vino para sorber. O comía algún bombón. En su boca se empezaban a mezclar los sabores. Vino, chocolate y semen. Su prolija imagen se iba desdibujando. Comenzaba a demacrarse, sus labios eran una roja mueca grotesca. Su rostro empezaba a acumular restos de chocolate y de vino tinto. Los colgajos blancuzcos, pegajos y espesos fueron tiñiendo su cara, su ropa y su piel. Cecilia se fue quitando la ropa hasta quedar en bombacha y corpiño. Se las ingenió para cogerse a mas de uno, corrió su tanga, y separó sus labios para recibir, para completarse, para llenarse de un desconocido. Apretó sus nalgas contra la chapa haciendo fuerza con sus manos apoyadas en la reja. Su dermis se fue cubriendo de esperma, que se le secaban en el cuerpo dejandole una tela transparente, adherida, como otra piel. Mientras ella regalaba placer y se sometía a la perversión, seguíamos atentamente el partido de fútbol por televisión. Ellos, chop de cerveza en mano y apoyados comodamente en la cajuela. Iban rotando, el que eyaculaba salía. Cada tanto se escuchaba algún gemido o grito gutural, síntoma inequívoco del climax alcanzado.Pero más allá, separado del resto. Sólo. Había un hombre que no participaba. Ni hablaba. Solo se dedicaba a mirar a Cecilia y su espectáculo. Semitapado por muebles, gente y una cortina que se agitaba con la brisa. Sumergido en las sombras y en un tullido sillón, cruzado de piernas y levemente recostado se recortaba parte de su figura. Su hombre primero. Su hombre eterno. Su amor sin tiempo. Un amor posesivo, secreto y cómplice, ni más ni menos que otros amores. Él la observaba, sin hablar. Casi inmutable. Sus ojos se tornaron vidriosos y rojos. Su Ceci estaba en plena liturgia sexual. Sometida, despreciada y vejada en sus propios ojos. De alguna manera ella le gritaba en silencio, le enrostraba, le reclamaba, desde el amor incondicional y desde alguna venganza. Cuando ella reconoció su figura, no pudo dejar de mirarlo, desafiante y provocativa, mientras realizaba su dantesca tarea. En cada gesto, en cada mirada, había un tácito reclamo, un 'mirá lo que lograste, mirá lo que soy ahora, mirá lo puta que me hiciste'. El solitario hombre no logró reprimir su morbo y con la misma mano que tantas veces acarició la piel de Cecilia, hoy inundada de lúpulo varonil, acarició su sexo. Lentamente sacó su pija del pantalón y comenzó a masturbarse. Al cabo de unos instantes el hombre se paró, Cecilia lo perdió vista. El hecho de no verlo, la excitó más, porque podía estar del otro lado. La perversa caja era mas que un juego sexual. Quitaba identidad. Cambiaba la entidad de humano por la de cosa. Eliminaba la persona y era todo impersonal. Lo que estaba oculto mentía, negaba, aunque sea por un rato, y los volvía complices de la misma perversión. El solitario hombre se masturbaba cerca de la caja mientras escuchaba los ruidos y gemidos de Cecilia del otro lado y viendo las caras de satisfacción de los tipos que ella generaba. El clima era denso y turbio. No habia tiempo y no habia apuro. Metió un dedo por el agujero, se dejo lamer. Se dejó llevar, hasta su propia hoguera, se dejó guiar al pecado de los imperdonables. Envolvió su sexo con su propia carne hasta el mas visceral espasmo. Ensució su pantalón al eyacular. Vió sus dedos rociados de semen. Empecé a despedir invitados. Quedamos solos. La envolví en una salida de baño. Nos duchamos. Fuimos al dormitorio comiéndonos la boca, ella colgada de mi cuello y abrazada con las piernas a mi cintura. Cogimos hasta lo indecible. Quedamos tendidos. Exautos. Besé su hombro. Estaba recostada de lado. Entrelazamos nuestros dedos después los juntamos en su pecho. Mi pierna derecha se coló entre las de ella. Contemplé como se dormía, no me iba a perder ese milagro. La noche empezaba a abandonarnos con la misma paciencia que habia llegado.